Posted by Freed Man on 23 febrero 2012 in Artículos, artículos anteriores, General | 29 comments
Se fue todo al carajo.
Qué lindo era escribir esta semana sobre los delirios de los feriados, el carnaval eterno, las ostentaciones de Boudou o las forradas de Moreno. Hoy, sin embargo, no me sale el sarcasmo, ni la ironía ni algún que otro chiste. Estoy flotando en una nebulosa que mezcla amargura, resignación y unos tremendos sentimientos de derrota.
Se estrelló un tren.
Se estrelló un tren abarrotado de gente, mucha más de la que debería llevar.
Se estrelló un tren obsoleto, que data más o menos de los años 50.
Se estrelló un tren que corre diariamente por unas vías oxidadas e inseguras.
Se estrelló un tren en el que la mitad de los pasajeros no paga el boleto.
Se estrelló un tren deficiente, operado por gremio y emprebendarios corporativistas.
Se estrelló un tren que el que lo usa no lo paga, el que lo paga no lo usa y el que lo paga lo hace con plata ajena.
Se estrelló un tren que presta un servicio no a los usuarios sino al relato de una Reina y su séquito de adulones.
Se estrelló un tren y hubo muchos muertos e incontables heridos.
Inmediatamente se me vino a la mente una parte de La Rebelión de Atlas, esa genial obra de Ayn Rand que, en lugar de ser usada para prevenir muchas cosas, parece que la están usando como manual de instrucciones para el funcionamiento del estado.
En dicho capítulo se descomponía la locomotora eléctrica de un tren que debía atravesar un largo túnel. En el tren viajaba una figura política importante que reclamaba llegar a tiempo, a como dé lugar. En este mundo mediocrizado y venido a menos que nos presenta Rand, no hay otra locomotora eléctrica para reemplazarla a tiempo. Pero ante la demanda del funcionario, todos los trabajadores de esta empresa cuasi estatizada enchufan el tren a una locomotora a carbón (previo sutil y tácito deslinde de responsabilidad cada uno) y mandan el tren hacia su destino. Mueren todos los pasajeros asfixiados cuando el túnel se llena de humo.
A continuación de mostrarnos los responsables directos de esta negligencia, Rand da también algunos detalles de pasajeros al azar del tren. Cito el texto a continuación:
Se dice que las catástrofes tienen básicamente su origen en la casualidad y algunos habrían afirmado que los pasajeros del Comet no eran culpables, ni responsables de lo que les estaba sucediendo.
El hombre que ocupaba el dormitorio A, en el primer vagón, era un profesor de sociología que enseñaba que la habilidad individual no tiene consecuencias, que el esfuerzo individual es inútil, que una conciencia individual representa un lujo innecesario, que no existe ninguna mente, carácter o logro de naturaleza individual, y que son las masas, y no la persona, lo que cuenta.
El ocupante del compartimento 7, en el segundo vagón, era un periodista que había escrito que es propicio y moral utilizar la fuerza «por una buena causa». Creía poseer el derecho a hacer uso de la fuerza física sobre otros, estropear vidas ajenas, ahogar ambiciones, estrangular deseos, violar convicciones, aprisionar, despojar y asesinar por todo aquello que, a su modo de ver, constituyera lo que representaba su idea de «una buena causa». No era precisamente una idea, ya que nunca pudo definir lo que consideraba bueno, sino que había declarado simplemente que se dejaba guiar «por cierto sentimiento», no limitado por ninguna clase de sabiduría, ya que consideraba que la emoción superaba al conocímiento y se basaba simplemente en sus «buenas intenciones» y en el poder de un arma.
La mujer que ocupaba la litera 10, en el tercer vagón, era una profesora de avanzada edad que había pasado su vida transformando una clase tras otra de indefensos niños en grupos de infelices cobardes, a quienes enseñaba que el deseo de la mayoría es el único patrón para medir el bien y el mal; que una mayoría puede hacer lo que quiera; que no es preciso resaltar la personalidad de cada uno, sino obrar como los otros obren.
El ocupante del camarote B, vagón número 4, era un editor de periódicos que sostenía que los humanos son malvados por naturaleza y están incapacitados para la libertad; que sus instintos básicos, si no se los controla, son la mentira, el robo y el crimen, y que, en consecuencia, deben ser conducidos con mentiras, robos y crímenes, actos que constituyen un exclusivo privilegio de losgobernantes, a fin de forzarlos a trabajar, enseñarles a ser morales y mantenerse dentro de los límites del orden y la justicia.
El viajero del dormitorio H, vagón número 5, era un empresario que había adquirido su negocio, una mina de metal, con la ayuda de un préstamo otorgado por el gobierno, en el marco de la Ley de Igualdad de Oportunidades.
El hombre que viajaba en el compartimento privado A, del sexto vagón, era un financista que había amasado una fortuna adquiriendo acciones ferroviarias «congeladas» y haciendo que sus amigos de Washington las «descongelasen».
El hombre en el asiento 5, coche número 7, era un obrero convencido de tener «derecho» a un empleo, sin importarle si a su empleador le interesaba, o no, contar con sus servicios.
La ocupante de la cabina 6, vagón número 8, era una disertante convencida de que, como consumidora, tenía el «derecho» a ser transportada, sin que importara si la empresa ferroviaria deseaba, o no, brindarle el servicio.
El hombre del camarote 2, vagón número 9, era un profesor de Economía que abogaba por la abolición de la propiedad privada, explicando que la inteligencia no desempeña ningún papel en especial dentro de la producción industrial; que la mente humana está condicionada por las herramientas materiales; que cualquiera puede dirigir una fábrica o un ferrocarril, ya que sólo es cuestión de conseguir la maquinaria adecuada.
La mujer del dormitorio D, vagón 10, era una madre que acababa de colocar a sus hijos en la litera superior, arropándolos cuidadosamente y protegiéndolos de corrientes de aire y de vaivenes del tren; su esposo ejercía un cargo en el gobierno y hacía cumplir regulaciones que defendía con estas palabras: «No me importa pues sólo perjudican a los ricos. Después de todo, tengo que velar
por mis hijos».
El pasajero del compartimento 3, vagón número 11, era un pusilánime neurótico que escribía comedias, en las que, como mensaje social, insertaba cobardemente pequeñas obscenidades, encaminadas a demostrar que todos los empresarios son villanos.
En la litera 9, vagón 12, había un ama de casa que se creía con el derecho de elegir a políticos, de los cuales no sabía nada de nada, para que controlasen gigantescas industrias, de las cuales tampoco sabía nada de nada…
El camarote F del vagón 13 estaba ocupado por un abogado que en cierta ocasión manifestó: «¿Quién, yo? Siempre me las arreglaré bajo cualquier sistema político».
El ocupante del cuarto A, vagón número 14, era un profesor de filosofía que enseñaba la inexistencia de la mente (¿Cómo sabemos que el túnel es peligroso?}’, de la realidad (¿Cómo demostramos que el túnel existe?); de la lógica (¿Por qué insistimos en que los trenes no pueden moverse sin fuerza motriz?); de los principios (¿Por qué nos dejamos dominar por la ley de la causa y el efecto?); de los derechos (¿Por qué no atamos a cada individuo a su tarea por la fuerza?); de la moralidad (¿Qué es moral en el manejo de un ferrocarril?); y de los valores absolutos (¿Qué importa si vivimos o morimos?); era un catedrático que enseñaba que no sabemos nada (¿Por qué hay que oponerse a las órdenes de un superior?); que no podemos estar seguros de nada (¿Cómo saben que tienen razón?); y que debemos actuar de acuerdo con el impulso del momento (No irá usted a arriesgar su empleo, ¿verdad?).
El ocupante del salón B, vagón 15, era un joven que había heredado una gran fortuna y que no dejaba de repetirse: «¿Por qué debe ser Rearden el único a quien se le permita fabricar su metal?».
El hombre del dormitorio A, vagón 16, era un filántropo que había dicho: «¿Los hombres de habilidad? No me importa que sufran, ni si pueden soportarlo; deben ser castigados para apoyar al incompetente. Francamente, no me importa que sea justo o no. Me enorgullezco de no garantizar ninguna justicia a los más hábiles cuando son los más necesitados quienes necesitan piedad»
Estos pasajeros estaban despiertos y no había nadie en todo el tren que no compartiese conellos una o varias de sus ideas. Cuando el tren entró en el túnel, la llama de la antorcha Wyatt era lo último que se veía.
Claramente los pasajeros de ninguno de las dos catástrofes (ni los de la realidad, ni los de la ficción) son responsables directos, así como tampoco el resto de la población.
Sin embargo, cabe preguntarse cuánto de lo que hacemos y cuánto de lo que hacen los otros no es una colaboración a la gran película que hace que estas cosas sucedan. Cuántas acciones pequeñas pero constantes hacen que estas tragedias sean cada vez más frecuentes.
Colabora con estas circunstancias:
– Aquel que piensa que “está bien que haya un poco de inflación” y, al mismo tiempo quiere que los servicios se le presten a tarifas congeladas peso/dólar.
– Aquel que piensa que está bien que hay que promover la “industria nacional” mediante trabas o, directamente, restricciones a las importaciones y no mediante la verdadera competencia y productos de calidad (Cuántos repuestos para trenes, energía, micros y otros no están entrando por culpa de un gorila como Moreno?).
– Aquel que aplaudió la confiscación de los fondos de pensión de los demás para que los administre el fantástico e infalible estado.
– Aquellos que están orgullosos por haber “recuperado” Aerolíneas Argentinas y muy conscientes de que “debe haber una Aerolínea de Bandera” (administrada por el estado y dilapidando recursos de los contribuyentes).
– Aquellos que piensan que el estado está para “controlar” a los privados, desde un banco hasta en la casa de quién se fuma o cuánta sal le ponés a la comida, sabiendo bien que los burócratas no pueden controlar ni los servicios que ellos mismos prestan.
– Aquellos que piensan que el problema de este gobierno es de formas y no de fondo, y que, con buenos modales van a poder administrar a todo y todos, pero eficientemente.
– Aquellos que, luego de haber visto cómo le sucedían cosas así a los demás (accidente del Sarmiento y los colectivos, asaltos a diario, etc, etc.), prefirieron poner el voto a los mismos, no vaya a ser “que se rompa la economía” y no se puedan comprar el último blackberry.
– Aquellos que insisten con que hay que cumplir con las normas de esa aberración conocida como la Comisión Nacional de Regulación de Transporte. Esos que se ponían a apretar a una línea de colectivos que prestaba un servicio mucho mejor y diferencial.
– Aquellos que recibieron y reciben subsidios que son bancados con los impuestos que pagan otros.
En fin, por acción u omisión, todo un país cómplice de la tragedia. Un país que, a pesar de haber visto, sigue creyendo que el Estado mágicamente va a sacar la incertidumbre de sus vidas y marcarles y asegurarles el camino a seguir desde la cuna hasta la tumba. Ahí tienen al estado. Ahí están los frutos del estatismo recalcitrante.
Podría ponerme a escribir sobre las ventajas de un sistema de transporte de plena competencia y todas esas cosas que ya sabemos. Podría incitar a la rebelión fiscal y a la resistencia civil. Podría arengar sobre lo buena y benéfica que es la libertad.
Pero hoy no.
Hoy simplemente me terminé de dar cuenta cuánto vale para la mayoría de los argentinos la vida humana: una blackberry y un puto plasma ensamblados en Tierra del Fuego.
Comentarios recientes