Un Congreso productivo
Leo hoy en La Nación que este año es el «peor año del congreso», desde 1987, en cuanto a producción de leyes. Quien escribió la nota, evidentemente muestra señales de decepción al igual que los mismos miembros del congreso por esta situación.
La misma vara utilizan quienes realizan rankings de legisladores en cuanto a la cantidad de proyectos que presenta cada uno (como este) donde utilizan esta medición para señalar a los diputados y senadores «que más trabajan» y a los que «menos trabajan».
Ahora bien, nadie se pregunta si ¿es ésta una medida real de la «productividad del congreso»?
¿Más leyes significan un congreso con buen funcionamiento y respetuoso de las instituciones? ¿Un diputado que presenta muchas leyes te representa mejor que uno que presenta una coherencia firme y constante en la defensa de tus principios pero que es autor de pocos proyectos?
Como nos encargamos de señalar muchas veces, los políticos se toman atribuciones que no les corresponden y quieren reglar hasta los más mínimos y privados aspectos de nuestras vidas. Entonces, ¿un congresista que presenta uno tras otro proyectos para restringir nuestras libertades es «más trabajador» que aquel que no presenta proyectos pero se encarga de luchar por sus principios férreamente, oponiéndose a los proyectos del primero, y por ende este último «es más vago»? ¿Quién es mejor legislador, el que a toda costa busca cómo aumentar las imposiciones y repartir el botín según su conveniencia o aquél que pretende un sistema de leyes más racional, más simple y acotado y que trata de evitar que los ciudadanos sean pasados por encima?
Lamentablemente hoy el congreso se evalúa desde todos los sectores, con este sistema de medidas que lejos está de permitir que el parlamento funcione adecuadamente. Se sigue señalando a aquellos que no presentan proyectos como «vagos» y a aquellos que presentan pilas de proyectos como «trabajadores incansables», generando presión para que todos aquellos que quieren una banca en el congreso, tengan un portafolio completo de proyectos de ley para presentar y resultar así «serios» ante la opinión pública. Vale una aclaración: una cosa completamente diferente ocurre con aquellos que directamente no concurren a las sesiones. Estos últimos no sólo son vagos, sino que defraudan a la ciudadanía y no sólo deberían dejar su cargo, sino que deberían devolver todos los fondos percibidos por su «no actividad» en el parlamento.
Hoy los diputados que asumen sus bancas están esperando para presentar sus proyectos («proyectos del corazón» los llama una diputada impresentable que sólo busca señalar cómo deben vivir los demás), contratan decenas de asesores cada uno, viajan para estudiar «políticas públicas» a otras partes del mundo (hay quiénes incluso están más interesados en formar una burocracia parlamentaria global que en defender a los ciudadanos en el congreso propio) y en el camino gastan más y más dinero de la ciudadanía que muchas veces está esperando respuestas a situaciones mucho más mundanas, que finalmente nunca recibirán.
Si hay algo que tenemos que aprender, es a no esperar que las soluciones a nuestros problemas salgan del congreso, porque nunca lo harán. Y no hay que esperarlas del ejecutivo tampoco, porque sabemos que vienen incluidas las cadenas del sistema clientelar con ellas.
La visión general sobre la productividad del congreso está completamente equivocada (no descarto que esto sea producto de la pereza mental de los analistas ante la dificultad de medir la actividad de una institución que no da ganancias ni pérdidas, y de un trabajo de una naturaleza completamente distinta del trabajo productivo industrial o de servicios). Hasta que no nos demos cuenta de ello, vamos a seguir votando a vendedores de humo, que con tal de salir primeros en los ránkings, seguirán imponiéndonos cargos, prohibiendo comportamientos inocuos, reglando la vida privada, y ocupándose cuándo no, de temas sumamente importantes como establecer el día de la parrilla, la fiesta de la bondiola o cuál es la capital nacional del picado fino.
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