Trabajar para el señor Estrado
Rubén estaba contento. Luego de un largo día de trabajo, la hora de cierre del negocio se acercaba y asomaba cada vez más cercano el fin de semana y su merecido descanso. Despidió a sus empleados hasta el lunes siguiente mientras cerraba la persiana metálica que protege a las vidrieras cuando el local permanece vacío.
No había llegado todavía a su casa, a 5 cuadras del local hacia el lado contrario a la avenida, cuando ya estaba pensando a dónde podrían ir a disfrutar el domingo con su mujer y sus hijos. ¿Irían a comer algo con sus hermanos y sus hijos? ¿Armarían unos sandwiches y se irían en auto a algún lugar dónde pudieran disfrutar el verde de la naturaleza? ¿Se quedarían hasta tarde en la cama todos juntos?
Un golpe seco en la cabeza despertó de golpe a Rubén de sus ensoñaciones.
– Garmendia, ¿qué está haciendo holgazaneando de esa manera?
– Disculpe señor Estrado, siento que estoy un poco afiebrado y pensé que podía descansar unos minutos hasta que se me pasara el sopor.
– Garmendia, ¿no entiende lo que pasa cuando usted deja de trabajar?
– Si señor Estrado, lo sé. Me lo repite a diario. Pero creo que si me exprimen de esta manera no puedo rendir todo lo que quisiera. Conozco mi potencial y se que podría producir más, pero de esta forma…
– Garmendia, déjese de cháchara. Todavía no cubrió la cuota de trabajo para mantener al señor Peralta, ni la del señor Mayoral, muchísimo menos las de los señores Rubinsky, Acosta, Tartaglia y, menos que menos, la mía. Recién cubre las cuotas de trabajo de los señores Urlezaga, Rodríguez y López Ámbar. Así que no holgazanee, que tiene cola antes de llegar a su propia cuota de trabajo.
– Señor Estrado, a veces siento que pierdo el sentido de por qué trabajo tanto para estos señores cuando la mayoría de las veces no cubro mis propias cuotas de trabajo. ¡Ni siquiera los conozco! Si tan solo alguien pudiera hacer una parte de mi cuota de trabajo como hacen otros por ellos, estaría un poco más aliviado e incluso podría traer innovaciones al trabajo que hoy se me hacen imposibles de implementar.
– Garmendia, ¿está usted cuestionando la estructura de trabajo que nos organizó el señor Liderman? ¿Cuántas veces se lo tengo que explicar? Liderman organiza y planifica las necesidades de todos nosotros y cómo las vamos a satisfacer. Divide esas metas entre varias personas. El señor Peralta es quien organiza nuestro rubro de trabajo asistido por Mayoral. Rubinsky transcribe las órdenes de Peralta y Mayoral, documentos que son controlados por el señor Acosta. Tartaglia es quién organiza alfabéticamente los documentos controlados por Acosta y me los acerca a mí para que reparta el trabajo entre ustedes y los controle. Urlezaga controla el ordenamiento hecho por Tartaglia para que yo no me pierda y Rodríguez verifica que los documentos estén en buen estado. López Ambar, como usted sabe, me avisa cuando alguno de ustedes está holgazaneando. Es muy simple, no entiendo después de tanto tiempo cómo todavía no lo entiende. ¿Se olvida, por otra parte, quién eligió al señor Liderman? ¡Ustedes, Garmendia, Ustedes!
– Señor Estrado, es que cada vez somos menos los que estamos trabajando, y son más los que están por sobre nosotros, recibiendo nuestras cuotas de trabajo. La semana pasada el señor Tartaglia no formaba parte de la estructura. Si tan sólo yo pudiera…
– Garmendia, ¿está usted insinuando que quiere dejar de hacer ese trabajo? Claro, muy bonito, ¡pero no veo de qué manera podríamos luego cumplir con las cuotas de trabajo necesarias para cumplir las metas del señor Liderman!
– Señor Estrado, alguien más podría hacer lo que yo hago, incluso nos podríamos repartir un poco…
– Garmendia, no sea ridículo. Cada día es más difícil encontrar gente productiva para que nos ayude a acercarnos a las metas del señor Liderman. Sabemos que históricamente nunca las hemos llegado a alcanzar, pero creo que si usted pusiera un poco más de empeño, seguramente en unos 10 o 20 años más podremos llegar a buen puerto. En ese sentido soy muy optimista.
– ¡Pero señor Estrado!…
– Garmendia, no busque mis límites. Sabe que puedo llamar al señor López Ámbar y usted, más que nadie, conoce los poderes que le he encomendado.
– Sí señor Estrado, lo que usted diga.
Garmendia no pudo dejar de pensar en aquel día en el que podría, simplemente, haber dicho que no. Pero todos le hicieron notar que tenía que ser más solidario e ir con la mayoría. Realmente sentía, en aquel momento, que podía hacer algo por los demás de esa manera. Ahora se daba cuenta de lo que significaba hacer algo por los demás a la fuerza.
Era simplemente decir que no. Y en lugar de todavía faltarle 10 horas más de trabajo a las 12 que ya llevaba trabajando, estaría pensando de qué manera podría disfrutar aquél domingo con Estela y los nenes.
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