La farsa de la Igualdad
Competimos y tratamos de diferenciarnos de los demás prácticamente desde la cuna. Competimos con nuestros hermanos por la atención de nuestros viejos. Competimos con nuestros primos por ser la estrellita de la reunión familiar y ganarnos la sonrisa de la abuela. Hacemos un esfuerzo por diferenciarnos de nuestros hermanos, en especial de los hermanos mayores. Si a ellos les gustan los Beatles, a nosotros nos gustan los Stones. Si ellos son metaleros, nosotros somos punkies. Nos esforzamos por no quedar últimos en el Pan y Queso del fulbito de la cuadra y cada partido es como la final del mundo. Cantamos cantitos de victoria algunas veces y nos vamos con bronca a casa otras, sabiendo que nos espera la revancha.
Nos peleamos con nuestros mejores amiguitos para ver el papá de quién es más súper, quién tiene antes la mejor Tortuga Ninja, quién hace más metros de willie con la bici, quién salta más, quién pega más fuerte, quién come más chizitos y papitas en un cumple, quién agarra más caramelos en la piñata.
Y en este intento por diferenciarnos y competir, nos juntamos y colaboramos con otros que están en la misma. Entrenamos con los pibes del barrio para salir campeones de un torneo de fútbol. Hacemos el pase de gol a ese que no nos cae tan bien pero suma a la gloria del equipo al convertir. Armamos una banda de música con amigos y tratamos de encontrar “ese” sonido que nos va a diferenciar del resto de las bandas que están haciendo todas lo mismo. Hacemos grupo en la facultad con esos que sabemos que suman y con los que hacemos las cosas mejor, más rápido y más divertidos. Nos sacamos buenas notas y destacamos a fin de conseguir becas y mejores opciones laborales.
Cada tanto, consagramos a esas personas que se realmente la rompen en aquello que nos gusta tanto. A esos que hacen de forma maravillosa esa actividad con la que tanto nos identificamos. Ese guitarrista que hace “cantar” a la viola. Ese futbolista que la mueve como nadie y es ídolo del mundo. Esa actriz que todas quieren ser y con la que todos queremos estar. Ese escritor que plasma en palabras eso que sentimos muchísimo mejor de lo que nosotros mismos podríamos. Y premiamos a toda esta gente, al mismo tiempo que nos premiamos a nosotros mismos disfrutando de su obra y existencia. Vamos a sus recitales, compramos sus libros, alentamos su gambeta, vemos sus películas. Cada tanto les “robamos” o, mejor dicho, nos “inspiramos” en algo de ellos que resuena con nosotros y adoptamos alguna forma de vestir, de ser, algún acorde, alguna frase o forma de hacer las cosas. En ellos nos vemos reflejados a nosotros mismos y a ciertas formas en las que nos gustaría ser o resaltar.
Competimos y tratamos de diferenciarnos. Está en nuestra naturaleza. ¿Será debido a alguna cosa que quedó en nuestro cerebro primitivo donde se asocia a lo diferente o los que ganan la competencia con algún tipo de Status? ¿Será que ese status permitía acceder a las mejores cosas a nuestros antepasados? ¿Será lo que los fue llevando a desarrollar la civilización hasta donde está hoy en día? ¿Realmente importa?
Competimos y tratamos de diferenciarnos en las cosas más diversas. Arte, deportes, ver quién aguanta más en una casa en la tevé, quién sale con la más linda o con el más canchero, quién es el que más onda le pone a un grupo, o el más buenazo, o el que hace los mejores chistes, las jodas más pesadas, los comentarios más incisivos. Y nos juntamos con aquellas personas con las que tenemos más cosas en común, aquellas que nos caen bien, aquellas con las que nos entendemos al instante, las que nos ayudan a lograr nuestros objetivos y objetivos nuevos que no teníamos antes de conocerlos. Y “discriminamos” a esas personas con las que no nos llevamos, que no nos suman, con los que nada tenemos en común o que, simplemente, nos caen mal.
A pesar de que pasamos nuestra vida haciendo esto, un grupo de personas creen en esa cosa maldita llamada “igualdad”, que para ellos no es “tener la misma dignidad y derecho a nuestro proyecto personal de vida” sino que quieren “uniformizar”. Así es como en el colegio te sientan con ese pibe con el que nada tenés en común, te visten igual que todos, quieren que aprendas lo mismo, que formes filas, que no pases tiempo con tu mejor amigo, que “incluyas” en tus juegos a los que no te bancás. Y el esfuerzo es fútil, porque la campana nos salva para ir a juntarnos con quienes queremos, hacer lo que queremos, usar la ropa que queremos abajo de ese guardapolvo blanco. El cancherito sigue siendo así por más que le pongan amonestaciones, el tímido no deja de serlo por usar el mismo uniforme, el inteligente se aburre en clase y el vago, vago siempre será y buscará nuevas formas de zafar y copiarse.
No conformes con habernos robado 6 horas por día, 5 días a la semana, 40 semanas por año, 12 años de nuestra vida, no habiendo conseguido absolutamente nada más que hacernos odiar la educación, siguen queriéndonos imponer qué hacer de nuestras vidas y tratando de que seamos “iguales”. Las marcas de ropa tienen que hacer todos los talles, no vaya a ser que alguien se sienta mal porque no le entra el pantalón talle S. Reglamentan a qué hora podemos ir a divertirnos y a qué hora no. Hasta qué hora podemos adquirir alcohol. Dicen que no se puede dejar a nadie afuera de un lugar de acceso público, cuando es lo que estuvimos haciendo toda nuestra vida. No puede haber un código de vestimenta porque eso sería “discriminar”. Curiosamente, discriminamos desde la cuna con quién somos amigos, con quién salimos, con quién nos ponemos de novios, con quién nos juntamos.
Pero claro, para este grupo de personas tenemos que ser “iguales”, o sea “uniformes”.
Es bien sabido que, cuando vamos a bailar, suele haber sectores “VIP” con tratos “preferenciales” a donde solo pueden acceder amigos del dueño, personas con dinero, gente de la farándula (la que, curiosamente, tiene ese “status” gracias a la sociedad toda), jugadores de fútbol, modelos y otros. ¿Qué diferencia a estas personas de nosotros? En el fondo, absolutamente nada. Simplemente, están del otro lado de la valla, tal vez tengan más guita, más contactos o más habilidad en alguna actividad que nosotros. ¿Por qué están ellos de ese lado y nosotros no? Probablemente solo sea por decisión del dueño o los administradores del lugar. ¿Está bien sentirme discriminado? ¿Es acaso distinto de lo que hemos tratado de hacer toda nuestra vida, es decir, competir, diferenciarnos y juntarnos con la gente que resuena con nosotros?
¿Y qué pasa si eso me hace sentir mal, si me hace sentir menos? Personalmente pienso que si te sentís menos simplemente por estar del otro lado de una valla, te lo merecés. Esas ganas de “ser como los que están del otro lado” hacen que no puedas disfrutar de la vida, ser vos mismo, descubrir lo que realmente te gusta y conectarte con la gente que realmente le puede dar valor a tu vida. Por otra parte, las veces que he estado del otro lado, me he pegado unos emboles tremendos. Definitivamente no es para mí.
Pero los “uniformizadores” desprecian la diferenciación y la competencia. Quieren que todo sea como ellos quieren. Quieren ser los que mueven los hilos. Quieren ser los reconocidos. Quieren ser “los que trajeron la igualdad”. Y quieren hacer esto imponiendo su moral a los palazos, utilizando el monopolio de la fuerza ¿Será esto la consecuencia de una baja autoestima? ¿Los habrán elegido siempre últimos en el Pan y Queso? ¿El facherito del curso les habrá robado la chica que les gustaba? ¿O la linda y popular se habrá quedado con su mejor amigo y galancito? ¿O es simplemente una megalomanía que tiene adentro cierta gente, que no puede ser feliz sin decirle a otro qué hacer?
Tengo un mensaje para esta gente, que generalmente se dedica a la política o pertenecen a ONGs (bancadas con fondos públicos): no importa lo que hagan, no importa cuánto lo quieran, LA UNIFORMIZACIÓN NO ES POSIBLE. No existe ni siquiera en estructuras rígidas como las fuerzas armadas, dado que sus escuadrones de elite y pilotos dejan de usar los uniformes reglamentarios, personalizan sus aviones y cascos, usan “nombres clave”, existen héroes y leyendas. Incluso la permanencia hace que se vistan y actúen distinto (pregúntenle a sus viejos cómo es que los colimbas que estaban por terminar de cumplir su tiempo tenían tratos preferenciales y usaban la gorrita para adelante).
Aunque consigan su perverso deseo de destruir la riqueza de todo el mundo, prohíban todo tipo de hobby y competencia, nos hagan vestir a todos con las mismas grises ropas y aprender exactamente lo mismo, LA UNIFORMIZACIÓN NO SERÁ POSIBLE. Siempre existirá alguien más vivo, más pensativo, alguien que silbe mejor, que tire chistes, que sonría, que sea más linda o más fachero, alguien que nos caiga mejor, alguien que no nos dé pelota, alguien a quien ignoremos, alguien que haga el trabajo más rápido y mejor. Y siempre, siempre existirá alguna especie de “JetSet” esos grupos que muchas veces marcan las tendencias y modas (más no sea rompiéndose las grises ropas de nuevas formas) y al que muchos querrán pertenecer.
Les pido a los uniformizadores que hagan algo más productivo de su vida, y que intenten ser felices sin imponerle su moral a nadie. Si tienen problemas de autoestima baja o vacíos existenciales, vayan al psicólogo o terapeuta correspondiente y de su preferencia. Pero que si están en la función pública se dejen de hacer idioteces y se dediquen a lo importante: DEFENDER LOS DERECHOS INDIVIDUALES DE LAS PERSONAS, LA VIDA, LA LIBERTAD, LA PROPIEDAD Y LA BÚSQUEDA DE LA FELICIDAD.
Esto último, en mi experiencia personal se encuentra, justamente en la competencia (contra uno mismo y contra los demás), en la diferenciación (encontrar realmente quién uno es) y en la colaboración con todas esas personas que piensan y sienten como uno.
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