En defensa de Luis D’elía (y Zulma Lobato)

En el día de ayer  una de la mayoría noticias de los portales de noticias argentinos hacían referencia a una sentencia que ordena a Luis D’elía a pagarle al ex-presidente Eduardo Duhalde la suma de $ 150.000 en concepto de indemnización por haberlo acusado de narcotraficante.

Según Infobae:

El piquetero Luis D’Elía deberá indemnizar al ex presidente interino Eduardo Duhalde con una suma de 150 mil pesos por haberlo vinculado en declaraciones periodísticas al tráfico de estupefacientes, ya que la Corte Suprema de Justicia dejó firme una sentencia de la Justicia Civil y Comercial.

En agosto de 2005, D’Elía había declarado al programa Acerca de Hoy, que se emitía por FM La Isla,  que «el duhaldismo es un gran cartel de la droga hace tantísimo tiempo» y que «la droga y el duhaldismo son dos caras de la misma moneda«.

Defendiendo a Luis D’elía

No se reflexiona  mucho acerca de la injusticia que implica la existencia de leyes que sancionan las calumnias e injurias. Esto se puede deber a que rechazar este tipo de legislación implica al mismo tiempo defender personajes nefastos como son los difamadores, aunque  es probable que D’elia haya mentido en esta oportunidad. Para el punto de vista libertario la situación es más clara, las leyes de calumnias e injurias deberían ser derogadas inmediatamente. Esto se deriva de dos de los principios básicos del libertarismo, la propiedad de uno mismo yel principio de no-agresión, que prohíbe el inicio de la fuerza contra otra persona, y la difamación no se encuentra comprendida entre lo que entendemos por «agresión». Hay otros dos claro argumentos más específicos en contra  de penalizar la difamación.

Los perjudicados. Este primer argumento es el menos controvertido y tiene que ver con la injusticia que significa para la gente de menos recursos la existencia de estas leyes. En general, no disponen de los medios económicos (pagar abogado, trámites, etc.), ni tienen el conocimiento (no saben que pueden apelar a un abogado) para defenderse de una calumnia o injuria.  Esto lo desarrolla Murray Rothbard en su libro «Hacia una nueva libertad. El Manifiesto Libertario» [PDF]:

Hoy en día, si un hombre es acusado de alguna falta o delito, en general la gente tiende a creer que la acusación es cierta, ya que si fuera falsa, «¿por qué no ini­cia una acción legal por injurias?» La ley de injurias, como es obvio, resul­ta discriminatoria contra los pobres, dado que una persona de escasos recursos difícilmente estará dispuesta a llevar adelante un costoso juicio por calumnias, como sí podría hacerlo una persona adinerada. Además, ahora los ricos pueden  utilizar esta ley en contra de los más pobres, evitando que hagan acusaciones y declaraciones perfectamente legítimas mediante la amenaza de entablarles  juicio por calumnias. En consecuencia, paradójicamente, una persona de recursos limitados es más proclive a sufrir calumnias —y a ver restringida su propia expresión— en el sistema actual que en un mundo sin leyes contra las calumnias o las difamaciones.

En este caso la conclusión es bastante clara. Las leyes imponen más costos para deshacer verdades lo que implica un perjuicio para los que menos tienen. Sin embargo, también es verdad que los más humildes tienen otras prioridades que andar difamando por injurias oEl segundo argumento puede ser un poco más controvertido.

La reputación. El objetivo principal de estas leyes es proteger la reputación de las personas. Sin embargo, la reputación no es algo sobre lo que uno puede tener control, ya que esta formada por la opinión y el pensamiento de los demás sobre uno. En otras palabras, no somos dueños de nuestra imagen. Casualmente ese es el título de un interesante artículo donde Juan Fernando Carpio comenta más acerca de este tema:

Somos dueños de nuestro cerebro, nuestra boca y nuestros órganos sensoriales. A través de lo que vemos, escuchamos, etc nos formamos una opinión sobre los demás. Y esa opinión (que alguien sea honrado, laborioso, ladrón o vulgar) es privativa nuestra. Nuestra imagen, en el sentido de reputación, reside en la mente de otras personas y cualquier acto -aunque use métodos indirectos como la legislación- para impedir a otros expresarla en ámbitos privados (¿a las cuántas personas un ámbito privado se vuelve público?) o públicos, debe considerársele un acto de agresión. Es decir, no sólo que no tenemos derecho a la honra/reputación/”buen nombre” sino que cualquier acto tercerizado de impedir a otros por la fuerza el expresar su opinión con su boca -o su imprenta o señal de radio o website o canal de TV- constituye la auténtica violación de derechos individuales. Las leyes de anti-libel (en inglés) o anti-injuria hacen algo terrible: responden con agresión física (la fuerza pública con multa, captura, cárcel) a actos esencialmente pacíficos y meramente comunicacionales de crítica o desprestigio. Recordemos que todo derecho tiene una obligación como contraparte, pero no nuestra, sino que obliga a otros a cumplir X o Y condiciones.

Tampoco existe realmente UNA reputación, sino que hay tantas reputaciones como gente que opine sobre esa persona. Cuando hablamos de reputaciones buenas o malas se trata de una generalización. Es posible la existencia de reputaciones contradictorias. Por lo tanto, tampoco queda limpia la reputación con un fallo judicial , o ¿acaso ahora ustedes creen que Duhalde no fue un narcotraficante? Duhalde se benefició económicamente, pero no pudo reparar su reputación simplemente porque es eso es una tarea imposible.

Finalmente, aceptar que la reputación no existe nos lleva a concluir que cuestiones similares como  el derecho al honor o a la imagen tampoco son verdaderos derechos, sino que tienen como base las percepciones que los demás tienen de uno, y como tal no podría ser castigado.

En el mismo sentido, Walter Block plantea en su libro «Defendiendo lo Indefendible», [PDF] que la aplicación estricta de las leyes de calumnias e injurias deberían también sancionar reseñas musicales, de cine, o teatro, sátiras y críticas literarias, ya que las mismas podrían llegar a dañar la reputación del director, escritor o compositor, lo que en realidad sería una violación a la libertad de expresión. Tal como ocurre en la actualidad con el cuerpo legal vigente.

Volviendo a la situación en nuestro país, las penas del delito de calumnias e injurias, que antes podían hasta llevar a prisión al culpable, fueron atenuadas en 2009 años a raíz de lo que ordenó  de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en el fallo «Kimel» (2008) [DOC]. El senador pampeano Rubén Marín, explicó en su momento:

“Para que la conducta no sea imputable, sólo se requiere no actuar con real malicia, conforme lo determina ya la jurisprudencia. Es decir, no reconocer la falsedad o, por lo menos, haber sido lo suficientemente diligente como para proporcionar información real”

Se consagró como ley la doctrina jurídica conocida como real malicia, que encuentra su origen en una decisión de la Corte Suprema de Estados Unidos, el caso » New York Times Co. v. Sullivan«. Esta innovación en los criterios para restringir la libertad de expresión no trajo un cambio en la forma de ver la difamación, todavía se presume que lo declarado o impreso es la verdad y está en manos del perjudicado demostrar que se lo ha difamado. Mientras tanto la gente sigue confiando en que la injuria no es un libelo, si no la realidad. Por último, la reforma continúa permitiendo al «damnificado» por la difamación iniciar una acción judicial por daños y perjuicios , por lo tanto deja  lugar para más injusticias.

Eliminando las leyes que prohíben las  calumnias e injurias y dejando de obligar al afectado a demostrar que se trataba de una difamación, se podría derribar la presunción de verdad que tienen hoy declaraciones injuriantes, y báiscamente cualquier hecho que sea comunicado.  En este aspecto los defensores del régimen kirchnerista se verían beneficiados ya que no tendrían que destinar (nuestros) recursos para salir a decir que «Clarín Miente» , ni Zulma Lobato gastaría dinero enviando «cartas documentos», la gente comenzará a presumir la falsedad de las declaraciones, salvo que se ofrezcan las evidencias suficientes para obtener credibilidad.

Más allá de todo esto, el motivo principal por el que se debe proteger la libertad de expresión de los difamadores, es que asi, al mismo tiempo, estamos protegiendo la nuestra. Concluye Walter Block:

Probablemente no haya más repugnante y cruel que la difamación. Entonces, debemos  poner especial cuidado en defender la libre expresión de los difamadores, ya que si ellos pueden ser protegidos, los derechos de los demás — que no suelen ser tan ofensivos — estarán más seguros. Pero si la libertad de expresión de los difamadores no es protegida, los derechos de los demás estarán menos seguros.