Revolución en la calle Florida: de visita por la Richmond

Los que escribimos en este espacio nos gusta escribir, a mi por lo menos. Es importante difundir la idea a través de un blog, y es cómodo. Támbien es importante hacerse escuchar. Si no entran, hay que salir. Osar hablar es una actividad que todos deberían emprender, sea en el ámbito que sea.

Esta historia transcurre en la peatonal Florida, el otro día les contaba acerca de la iniciativa de que la confitería Richmond, contra voluntad de su dueño, siga siendo la confitería Richmond.

Hoy decidimos acercarnos con una fellow libertarian a la mencionada confitería. Había una señora juntando firmas, sentada atrás de una mesa, recibiendo a las personas para que dejen su marca en el cuaderno negro.

Me acerqué de manera amable para preguntar de que se trataba el petitorio, era para «salvar a la Richmond» me dijo. ¿De qué? La quieren convertir en una fábrica de zapatillas. ¿Quién? Los dueños. ¿Cómo se atreven?

Le expliqué mi posición, en otras palabras les dije que en mi nombre no hagan una ley que le imponga por la fuerza al dueño a conservar algo que no quiere. En mi nombre no desvíen un recurso del uso más valorado que decidió el mercado, es decir todos, el pueblo, o como quieran llamarlo. En mi nombre no usen la fuerza del aparato estatal para imponer su propia voluntad.

Hubo los que me entendieron, y aún así comulgaban con el uso de la fuerza  para que la Richmond siga siendo la Richmond. Fue algo shockeante, no que estén de acuerdo con el uso de la fuerza, si no el hecho de estar en vivo y en directo discutiendo con ellos. No eran comentarios de un blog, un grupo de Facebook o un foro de esos que ya quedan pocos. No. Era en la vida real, y esas personas  expresaban su conformidad para expropiarse a sí mismas (porque si como dice el Talmud, «salva a un hombre y salvaras a la humanidad», yo digo «si destruyes el concepto de propiedad en un caso, los destruirás para todos»). Era la vida real, y me sorprendió (aunque no debería haberme sorprendido) que la misma violencia que promovían con su firma la expresaban en sus palabras: «¡Sos un ignorante que no entiende nada!» «Vos no sabes la historia de esta confitería porque sos chico», «Ustedes no existen, ni me interesa leer en nombre de quién venís», «¡a vos te mandaron!», y así todos.

Hubo otro grupo de gente, que escuchaba, preguntaba, no estaba de acuerdo o si, pero discutía civilizadamente, escuchaba la otra campana, y quién sabe tal vez muchos de ellos se fueron con la idea rondando en la cabeza. Con eso me basta.

Del otro grupo, los más, tuve que escuchar cosas verdaderamente preocupantes, un señor que parecía instruido, de aproximadamente 60 años, me decía  frente mi defensa de la propiedad: «Esto no es propiedad privada, yo entraba acá, me pedía un café, jugaba al billar, pagaba y me iba. Era un centro cultural, no era propiedad privada.» Ante su insistencia no tuve más remedio que abandonar la infructuosa lucha contra los molinos de viento.

Son molinos de viento porque perdieron la costumbre de reflexionar y usar el pensamiento crítico, no pido que estén de acuerdo conmigo, pero que me digan porque no lo están.

Otra situación que ilustra esto: «¿Vos querés que cierren el Tortoni también?», me preguntaron. Le dije que no, que la gente «votaba» con el bolsillo todos los días para que el Tortoni siguiese abierto, lo votaban porque satisfacía sus necesidades. Su respuesta fue: «Sólo esta abierto por que van los turistas». No se dio cuenta, pero me estaba dando la razón.

Más allá de estas situaciones, los argumentos que se esgrimían para defender la Richmond eran parte de  un festival de clichés: «La confitería es del pueblo, ¡el pueblo la quiere!» Esa era su fantasía, la mascara  para su capricho.

Creo que pocos pudieron entender que mi problema no era con la confitería, con el Tortoni, con los edificios antiguos o con los billares. Mi problema era que para defender todo eso pretendan que el gobierno use la fuerza contra aquellos que no la iniciaron, es simple, pero no sencillo de aprender en el mundo que hoy vivimos.

Al final la señora que recopilaba la firmas me lo reconoció, era autoritaria «en algún lado había que poner un punto».

Unos comentarios finales:

En primer lugar, la culpa no fue toda de ellos, tengo mil puntos para mejorar en la habilidad para comunicarme y transmitir la idea, sin embargo, la única manera de poder dar a conocer que la libertad es una alternativa es hablando, es llevando la alternativa a donde hoy no existe. El mejor entrenamiento para mejorar las habilidades comunicacionales.

En segundo lugar, no quiero menospreciar el activismo online, un retweet, un «me gusta» en Facebook, es útil, no requiere de ningún esfuerzo. La posibilidad de conectarse cara a cara con el interlocutor cambia las cosas, por eso siempre que uno tenga la chance, sea en el ámbito que sea, académico, entre amigos, familia, trabajo, etc. debería poner a disposición de la gente una noción tan antigua como revolucionaria que es la libertad, es el primer paso para vivir en una sociedad libre.