Historia de una fallida invasión a España

Relato de José Benegas publicado originalmente el 19 de marzo de 2007 en No me parece.

Es difícil ubicar esta historia en el marco teórico de algún tipo de pensamiento político o económico. Supongo que lo más sencillo es situarla como una derivación de las ideas proteccionistas que hay detrás de todo entusiasmo aduanero por llamarlo de alguna forma. De ahí el título que en breve se entenderá del todo.

Desde chico me enseñaron en el colegio (nunca lo aprendí) que la cultura del país debía ser sostenida por el Estado para su supervivencia respecto de la «invasión» de productos culturales foráneos (la palabra deja claro que se trata de algo feo). Había en esa época mucha preocupación por el ingreso de música norteamericana e inglesa. Tanto que una de las inteligentes acciones que tomó Galtieri como represalia contra Gran Bretaña en 1982 fue imponer el rock nacional en las radios y suspender el cine de ese origen en la televisión. A propósito, nunca me enteré quién era el asesino en una película de suspenso (la típica en la que la mujer de un señor desaparece en un pueblito perdido en la ruta y cuando pregunta por ella le dicen que nadie la vio nunca y que él llegó solo al lugar) porque por la mitad la cortaron en ATC por los reclamos del público ante semejante cabecera de playa.

Lo cierto es que, como dije entre paréntesis, nunca aprendí esas lecciones y entre otras consecuencias fui expulsado cual infiel entre los talibanes cuando dije que la existencia misma de una secretaría de cultura tenía raigambre totalitaria en una mesa de evaluación de una de las etapas de la beca de la Fundación Río de la Plata. No se si sigue existiendo, en esa época te llevaban a Estados Unidos a reunirte con gente del gobierno. Tenía unos veinte años y pensaba entonces que la verdad nos hacía libres y sin duda sería premiado por mi honestidad. Después tuve oportunidad de ir perdiendo otras becas y enterarme mejor de cómo venía la mano.

Así es que mi dificultosa carrera para aprender estas cosas de la militancia político-cultural me sorprenden en los años 2000 con la tentación de dedicarme a pintar. Y después de pintar bastante para mi mismo, se me ocurrió que podía vender. Con los avances de las comunicaciones e Internet se me ocurrió inclusive vender hacia el exterior (eso que en los manuales de economía se llama “exportar” como si tuviera una naturaleza económica distinta, y no solo una categoría política distinta, que la de vender adentro de las fronteras). Si me vieran mis antiguos profesores estarían más que felices de ver mi intento de colonizar culturalmente otras tierras. Supuse que podrían ver que en caso de mandar muchos cuadros a Estados Unidos podríamos sustituir al propio Bush por algún peronista. Ya ni haría falta la beca de la Fundación Río de la Plata para hacer mi periplo político por ahí.

Me decidí y abrí mi galería virtual en un sitio español muy exitoso en el que los artistas colocan sus creaciones para venderlas. El sitio se llama Artelista.com y mi galería virtual josebenegas.artelista.com.

Para mi sorpresa me empezaron a llegar buenos comentarios. A las dos semanas ya tenía un español interesado en una de mis obras que se llama Año Nuevo. Me preguntó sobre los costos de envío a España y le prometí averiguarlos pensando otra vez ser el protagonista de un movimiento de conquista cultural, en este caso de la madre patria.

En una conocida agencia de correos norteamericana me cotizaron el envío en ochenta y tantos dólares. Flor de cifra teniendo en cuenta que es casi el diez por ciento de lo que costaría enviar al propio pintor ida y vuelta. Pero en fin, todo sea por los sueños expansionistas de la Argentina. No era el único costo por desgracia. Me dijo el señor que me atendía que se trataba de una exportación (claro, no lo había pensado, eso dicen los manuales de economía) en consecuencia debía contratar a un despachante de aduana. No entendí del todo esta correlación lógica y le dije que si bien se trataba de una exportación me parecía extraño que tuviera que contratar a un señor para mandar un cuadro mío a un particular en España. Alguien debía decirme cuanto quería el Estado sacarme para permitirme comerciar como dice la Constitución que tenía derecho de hacer sin pagar nada (me arrepentí un poco de usar la palabra comerciar tratándose de arte porque también me enseñaron que eso no es de buen gusto). Además cité a mi profesor de economía de primer año de la facultad y le dije que exportar era bueno, lo malo era importar, por lo tanto debían darme beneficios por hacerlo en lugar de ponerme trabas. Al señor que me atendió no le importaron mis razones. Se ve que no sabía nada de economía y como trabajaba en una empresa norteamericana no simpatizaba con mi tentativa de conquistar culturalmente a España. Un argentino lo entenderá mejor, me dispuse a contactar a un verdadero despachante de aduana nacional (y popular hubiera sido ideal, pero no conocía a ninguno).

Lo primero que me preguntó el despachante fue si era exportador. Le respondí que intentaba serlo y creía que el hecho de exportar me convertiría en exportador. Muy ingenuo lo mío creer que uno es algo de acuerdo al diccionario de la Real Academia Española. En la Argentina ser exportador no depende de exportar sino de figurar en el registro de exportadores. Ese mismo que se inauguró el año pasado para que no se nos escapen los novillos argentinos. ¿Pero eso no fue hecho para estorbar a los productores de carne para que se vean obligados a vender en el mercado interno? Si, me dijo, pero usted para mandar su cuadro también tiene que ser exportador y acá el que dice quién es exportador es el Estado. Está bien le dije, voy a hacerle caso a mis enseñanzas que decían que el Estado tenía que estar presente y no ausente (el que yo conozco en realidad llega siempre tarde), dígame cuanto cuesta inscribirme en el registro. Me preguntó mi categoría impositiva y cuando le dije que era monotributista me respondió con un rotundo «no». ¿No qué?: «No puede señor, los monotributistas no pueden ser exportadores». Pero señor, voy a exportar sólo un cuadro que pinté en el verano, no voy a cambiar de categoría impositiva para hacerlo como se imaginará. Lo lamento, entonces no puedo ayudarlo. ¿Y si en lugar de «exportarlo» que supone un ánimo de lucro, lo quiero regalar? Lo mismo da.

Ya a esa altura mis sueños de conquista estaban bastante debilitados. Nada más que los honorarios del señor que me obligan a contratar sumaba otros cien dólares al costo de la campaña. Pero no era todo. Me informó que para ser parte del registro de exportadores, de acuerdo a una nueva «normativa» (palabra mortal para los oídos de un artista) tenía que presentar un aval y que si el aval no era suficiente no me anotaban. ¿Aval de qué obligación? (el abogado que uno tiene adentro salta en los momentos menos oportunos). De su obligación fiscal me dijo. De nuevo me tomé un rato para explicarle lo que decía mi profe de economía de primer año de la facultad y lo que me había costado aprobar la materia por no entenderlo. Le dije que teníamos un gobierno productivista que mantenía un dolar super alto para que exportáramos y que debía haber un error. ¿No sabía acaso lo que había pasado con el Pato Donald en la década del 60 (ahora resignificado) cuando nos trataron de convertir en yankies mandandonos ese caballo de Troya cultural? No le importó nada al despachante. Menos por supuesto cuando le hablé de la libertad de comercio (dejando saltar al indio) y de que nos habíamos liberado de España por mucho menos que estos impedimentos. Imperturbable siguió hablando de requisitos. Antes tendrá que hacer tasar su obra por el Banco Nación (apuesto a que no lo hace gratis). Si el Banco Nación llegara a decir que su pintura cuesta veinte mil dólares, usted deberá pagar un impuesto por esa cifra. ¡Señor usted trabaja para la secretaría de cultura española y está tratando de detener mi conquista! Para mi asombro faltaba algo más: Tenía que intervenir la secretaría de cultura (oh las vueltas de la vida, mi desprecio se me había vuelto en contra después de tantos años) quien podía determinar que mi obra era parte del patrimonio cultural argentino (es decir, no era de mi patrimonio) y en consecuencia debía quedarse acá, junto con los bifes de chorizo.

Así fue que «Año Nuevo» se quedó en casa y lo que pudo ser el inicio de un largo pero seguro camino hacia la conquista de España quedó perdido entre las políticas proteccionistas (o anti proteccionstas no entiendo muy bien) de nuestro lindo y justo país. Y yo sin saber si tengo que ser proteccionista, mercantilista, librecambista, capitalista. ¿Dónde cornos van a considerarme un buen ciudadano bendecido por el Estado?